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Desamor correspondido. (de Liana Castello)
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Desamor correspondido. (de Liana Castello)
– No la quiero y creo que no podré quererla nunca – Dijo mi madre a mi abuela el mismo día que volvimos del hospital y mientras me acunaba con asombrosa frialdad.
Mi abuela, que no profesaba simpatía alguna hacia mi madre (razón por la cual me contó este episodio) la miró con un profundo desprecio y a mi, con una piedad infinita. Mi hermana mayor había fallecido cuando tenía dos años y mi madre jamás había podido superar su ausencia y menos aún entenderla.
Se juró que no tendría más hijos, pero a veces Dios hace oídos sordos a nuestros deseos y me dejó en su vientre que no tuvo más remedio que cobijarme, pero que jamás fue un hogar. La muerte de mi hermana había desbaratado el débil equilibro en el que ella se había manejado siempre.
Como un malabarista a quien uno de los planillos se le cae, quedó sin saber cómo seguía el acto que estaba representando en esta vida. Muy a mi pesar, siempre intuí que no me amaba. Me daba cuenta que mis infinitos esfuerzos por complacerla y conquistar su cariño eran en vano. No obstante, no podía evitar pensar que algún día me querría. No es que no se ocupara de mi. Cumplía estrictamente todos y cada uno de los deberes que el protocolo de una buena madre indica. Jamás me faltó un plato de comida, ni una visita al pediatra y menos aún una vacuna.
Presenció todos y cada uno de los actos escolares en que participé, eso sí, jamás la vi emocionada. No me miraba como las otras mamás miraban a los otros niños. Mi padre y mi abuela –conscientes del encubierto abandono materno- trataban de mitigar mi dolor con un amor desmedido. Como si un amor, cualquiera fuere, pudiese llenar el vacío infinito que deja la ausencia de otro. Sentía que jamás podría estar a la altura de mi hermana, o mejor dicho, del recuerdo que mi madre tenía de ella.
Trataba por todos los medios de complacerla, tenía una imperiosa necesidad que se sintiese orgullosa de mi, pero más aún de sentir que me amaba. Al morir mi abuela y luego mi padre, el desamor se hizo mucho más tangible y doloroso. Mis esfuerzos por sentirme querida se redoblaron, hasta que un día y sin saber cómo, dejó de importarme que mi madre no me quisiese. Pasé mi juventud sola, pero más relajada.
Ya no hacía esfuerzos por agradarle, ni por estar en el mismo plano que un fantasma idealizado e inalcanzable. Por extraño que parezca me sentía más tranquila. Por primera vez en mi vida era verdaderamente yo y no la imagen que fabricaba de mi para ser aceptada. Ella no notó la diferencia, o si y no le importó. O lo que es peor aún, la notó y se sintió liberada de tener que cargar con una hija que deseaba ser amada, no se, no importa ya.
Mi madre seguía cumpliendo al pie de la letra sus deberes. Me acompañó cuando recibí mi título en la facultad, me ayudó a elegir mi vestido de novia y estuvo junto a mi en el altar. En todas y cada una de esas oportunidades sin un atisbo de emoción en sus ojos. No es fácil vivir con desamor, pero uno se acostumbra. Nada reemplaza el amor de una madre, pero no es imposible vivir sin él, no en mi caso. Más de una vez quise justificarla.
Llegué a pensar que era lógico no poder amar, luego de sufrir como ella lo había hecho. Pensé también que su falta de amor se debía al lábil equilibrio en el que se manejaba su cordura. Llegué a sentir pena por ella, otras veces rabia, pero luego todos los sentimientos dejaron paso a la indiferencia. Sin notarlo, sin quererlo, sin proponérmelo, hice casi lo mismo que hizo ella. Mi madre jamás me amó y yo, comencé a dejar de amarla.
Ya no me importaba ver su expresión ayuna de todo sentimiento. Hoy estoy aquí, tomando su mano tan fría, tan sin vida, como había sido nuestro vinculo.
El médico dijo que no pasaría la noche. En todo este tiempo, desde que enfermó siempre estuve con ella. La acompañé a cada médico, en cada estudio y hoy estoy aquí esperando que parta, tomando su mano, eso si, sin sentimiento alguno en mi ojos y menos aún en mi corazón.
Hugodesalta
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