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El capitán de la Guardia Civil que utilizó escudos humanos
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El capitán de la Guardia Civil que utilizó escudos humanos
El capitán José Negrete utilizó a izquierdistas destacados, algunas mujeres e incluso dos niñas pequeñas delante de la siniestra barricada. El abogado Alejandro Blasco le plantó cara y acabo asesinado.
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Capitán de la Guardia Civil José Negrete
CASPE / MADRID.- Ocho décadas después, la Guerra Civil española sigue desgranando relatos nuevos y sorprendentes. En realidad nunca ha dejado de hacerlo, y es probable que siga haciéndolo al menos mientras sigan vivas personas que la vivieron y sufrieron. Lo significativo de los últimos años es que ahora no son sólo historias de grandes nombres y personajes célebres. Lo son también, y sobre todo, de héroes, villanos y gentes anónimas como cualquiera de nosotros y nosotras. Una de esas historias tuvo por escenario la ciudad bajoaragonesa de Caspe (Zaragoza) y como protagonistas a un capitán de la Guardia Civil, José Negrete, y a un joven abogado, Alejandro Blasco.
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Portada de Solidaridad Obrera
Empecemos por el final. El pasado mes de marzo, la familia Blasco se ponía en contacto con la Oficina de Turismo de Caspe. Pretendían conocer la ciudad en la que su tío Alejandro había sido asesinado en julio de 1936 cuando contaba apenas 22 años. Querían viajar en el tiempo, saber cómo era entonces la población. La Oficina no realiza visitas guiadas de ese tipo, pero les remitieron a una asociación local especializada en temas de Memoria Histórica: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]. Sus miembros son conocidos como los Agitadores.
Unas semanas después, los Blasco paseaban por Caspe acompañados de dos miembros de la asociación. El encuentro entre investigadores y familia permitió no solo reconstruir la historia del asesinato de Alejandro Blasco, sino sacar a la luz datos nuevos y emocionantes. Los padres de Alejandro Blasco, vinculados al negocio de las harinas, habían recalado temporalmente en Caspe en la década de 1920. Allí es donde Alejandro se hizo mayor y, tras concluir sus estudios de Derecho, decidió ejercer la abogacía. De mediana estatura, gafas, cabello rubio y ondulado, cuentan de él que era una persona muy risueña. A la altura de 1936, y a pesar de su juventud, se había forjado cierta reputación en el lugar como defensor de los más necesitados.
"Puede que sea solo un triste consuelo; pero en todo caso, al menos esta vez, el villano, ocho décadas después, ha sido derrotado"
Alejandro se hospedaba en un magnífico establecimiento hotelero de Caspe, el Hotel Latorre, construido gracias al dinero del Gordo de Navidad con el que sus propietarios habían sido agraciados en 1922. Allí es donde se conocieron en 1935 Alejandro Blasco y el recién llegado capitán de la Guardia Civil, José Negrete. Blasco no era más que un veinteañero que descollaba por su actividad y por sus ideales izquierdistas. Quizá por ello el capitán lo incluyó en su particular lista negra de “rojillos”, por si un día había que ajustar cuentas.
El momento llegó con el golpe de estado de julio de 1936. El capitán de la Guardia Civil se sumó a la militarada que se esparcía por todo el país y Caspe, junto a los pueblos de la comarca, quedó bajo su control. En previsión de la llegada de columnas anarquistas catalanas, que las radios, telégrafos y rumores anunciaban, Negrete formaba patrullas con el concurso de guardias y derechistas locales, establecía puestos defensivos a las entradas de la villa y detenía a los más destacados militantes de los partidos y sindicatos de izquierda. Pero eso era sólo el principio, apenas los primeros relámpagos de la tormenta que se desataba el día 24 de julio.
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Alejandro Blasco
Esa mañana, una avanzadilla de las columnas libertarias llegaba a las puertas de Caspe. Ante el avance calle a calle de los asaltantes, el capitán Negrete, que a esas horas ya había cometido varios asesinatos y apestaba a coñac, colocaba escudos humanos delante de la barricada preparada en la entrada de Caspe, junto al Hotel Latorre. Personal del servicio del establecimiento y algunos izquierdistas destacados fueron situados en ese parapeto humano, entre ellos Alejandro Blasco. Más aun, algunas mujeres e incluso dos niñas pequeñas fueron colocadas a la fuerza delante de la siniestra barricada. Según algunas fuentes, una de las niñas, de cuatro años, era sobrina de Alejandro.
La decisión de Negrete fue cuestionada por varios presentes, entre ellos el joven teniente de la Benemérita Francisco Castro. Pero su superior no estaba dispuesto a admitir fisuras entre los suyos y mataba de un tiro a Castro. Blasco se atrevió también a plantar cara a Negrete, diciéndole que dejara al menos marchar a las mujeres y niñas y parece que, ante la negativa del capitán, le trató de cobarde. La respuesta de Negrete fue descerrajarle dos tiros. El letrado agonizó en la acera durante horas, bajo el implacable sol de julio, mientras el poco glorioso líder local del “Alzamiento” impedía su auxilio. Pero la muerte se los llevó a los dos, porque también el capitán moría poco después a raíz del certero disparo de un miliciano mientras trataba de avanzar protegido por tan vil escudo humano.
Con la noche, se retiraban los asaltantes y callaban los fusiles.
Alejandro era enterrado en el Cementerio de Caspe, en un nicho, tras una modesta inscripción grabada en el yeso en el que solo se leía “Familia Blasco”. Con el paso de los años su tumba desapareció de la memoria colectiva.
Al día siguiente, llegados sus primeros efectivos, la Columna de Hilario-Zamora acababa con lo que quedaba de resistencia sublevada y tomaba Caspe. Inmediatamente cambiaban las tornas y, junto a un sinfín de cambios simbólicos y sueños de revolución, se desataba también la otra violencia. La prensa libertaria, por ejemplo el rotativo de la CNT Solidaridad Obrera, clamaba semanas después que la brutalidad de Negrete, sobre todo los asesinatos cometidos y el episodio del parapeto, había desatado la sed de “justicia” popular y sentenciaba “que no se nos hable de piedad con hienas” como él. Y durante unos días, piedad hubo poca.
Las ejecuciones de derechistas se contaron por docenas, sobre todo durante las primeras jornadas. Mientras tanto, Alejandro era enterrado en el Cementerio de Caspe, en un nicho, tras una modesta inscripción grabada en el yeso en el que solo se leía “Familia Blasco”. Con el paso de los años su tumba desapareció de la memoria colectiva.
La calle donde fue asesinado se llamaba –y se llama– calle del Coso. Pero en el verano de 1936, el Comité Revolucionario decidió que la actitud del abogado merecía los más altos honores. Se llamó a partir de entonces calle de Alejandro Blasco. Poco duró el nuevo nombre porque, en marzo de 1938, con la toma de la ciudad por las tropas franquistas, fue de nuevo cambiado: desde entonces y durante la dictadura, llevó por nombre… el del Capitán Negrete. Por segunda vez el asesino liquidaba a su víctima. La historia los anudaba, uno como alter ego del otro.
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Placa de la calle Alejandro Blasco que la familia guarda desde la Guerra Civil
Pero alguien se molestó en recoger la placa de la calle y hacérsela llegar a los padres de Alejandro. Y como sucedió en miles de hogares de España, esta historia fue enterrada durante décadas. Y así siguió, recluida en el ámbito de lo privado, hasta que, durante la visita de los Blasco a Caspe en 2016, Fina y Marisol, sobrinas del abogado, escucharon atónitas el relato de lo ocurrido en el lejano 1936. Instantes después, las dos octogenarias contaron su parte de la historia: nunca habían sabido qué significaba la vieja placa que los abuelos guardaron siempre en la casa familiar en la localidad también zaragozana de Lécera. Ahora lo entienden.
A raíz del viaje a Caspe, la familia Blasco ha decidido restaurar el sepulcro de Alejandro, cuyo nombre figura desde ahora en la nueva lápida. El próximo día 24 de julio, 80 años después de su muerte, toda la familia irá a visitarle. A partir de ahora, la tumba de Alejandro Blasco será una parada obligada para quienes recrean la memoria de aquellos años. Por su parte, los restos de José Negrete se perdieron desde aquel verano de 1936 entre los miles de huesos de la fosa común.
Puede que sea solo un triste consuelo; apenas un destello minúsculo de fugaz justicia poética en medio del amargo páramo que constituyen la Guerra Civil y su recuerdo. Pero en todo caso, al menos esta vez, el villano, ocho décadas después, ha sido derrotado, y se puede oír nítida la voz de una de esas infinitas víctimas del pasado que, según escribiera el pensador alemán Walter Benjamin, claman roncas contra las injusticias de ayer y, con ello, contra las de hoy.
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