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Una historia entre balcones
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Una historia entre balcones
Una historia entre balcones
La fachada seguía siendo bonita, a pesar de su antigüedad. Pertenecía a una de esas casas que se construyeron a principio de siglo con la pretensión de que mereciesen el calificativo de «señoriales». Rosetas, arabescos y otros jeribeques, unos de cal y otros de canto, distribuidos profusamente en las superficies que los balcones dejaban libres.
La escena se presenta entre dos balcones contiguos, ambos similares, y con un canario enjaulado en cada uno. Una bella chica cuida del suyo, mientras un joven sale al otro raudamente. Advierte la presencia de la joven y nervioso dice:
- Hace una mañana espléndida, ¿verdad?.
La chica finge no haber oído.
- Tiene usted un pájaro precioso. ¿De qué
marca es?.
- Los pájaros no tienen marca, sino raza. Y el mío es un canario. ¿No me dirá que nunca ha visto uno?
- Tan bonito como el suyo no.
- ¡Qué gracioso!- le responde mientras abre un paquetito- ¿Gusta Vd.?
- Depende de lo que sea.
- Alpiste.
- Gracias pero ya he desayunado.
“Esto promete” pensó él. “Vaya un fresco” pensó ella.
- ¿Y que hace Vd ahí?. ¿Vd no vive en ese piso?. Conozco bien a sus dueños y nunca reciben visitas. El señor Del Toro es un hombre muy reservado.
- Es que a mi me invitó la señora, que no es tan reservada.
Y como al decir esto el joven no pudo disimular una sonrisita donjuanesca, la muchacha comprendió. Primero se puso muy seria y después muy colorada. Tardó algún tiempo en reaccionar.
Mientras tanto, dedicó toda su atención a la jaula del canario.
—¿Se ha enfadado conmigo? —se decidió a preguntar él poco después.
—Prefiero no hablar con tipos como usted -contestó ella, disgustada.
—No veo el motivo. Puesto que ya le he demostrado que no soy ningún ladrón, que era lo que Vd empezaba a sospechar...
—Es usted algo mucho peor. Debería darle vergüenza.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Sabe usted perfectamente a lo que me refiero.
-Yo no tengo la culpa —se encogió de hombros el joven, esforzándose en recobrar su aplomo—. Me invitaron a su casa una vez, y a ella le caía tan simpático...
—No sea vanidoso.
—Usted perdone, pero antipático no soy.
—Su grado de simpatía no me interesa en absoluto —replicó ella enderezando los palitroques de la jaula que servían de gimnasio al canario—. Pero no presuma tanto; porque algunas mujeres, cuando llegan a cierta edad, encuentran simpatiquísimos a jovenzuelos como Vd.
—Pues le advierto que yo soy un jovenzuelo excepcional —intentó bromear él.
—Si lo fuera... Bueno, me callo.
—Diga, diga.
—No se entrometería en la vida de señoras ya maduras, y saldría con chicas de su edad.
—¿Como usted, por ejemplo?
—Como yo, sí. Pero no conmigo, claro.
—¿Por qué claro?
—Porque yo elijo muy bien mis amistades, y jamás he salido con ningún cínico.
—Inténtelo por una vez.
—Temo que no lo lograría. Cuando se cae tan bajo como usted, es difícil levantarse.
—Trate de echarme una mano, por favor.¿Cuándo quiere que salgamos?
—Ya le he dicho que nunca —insistió ella con firmeza, pero sin acritud—. Ni yo quiero, ni usted puede.
—¿Cómo que no puedo? —protestó él.
—Claro que no. Para que saliéramos juntos, tendría usted que empezar por salir de ese balcón. Y me parece que no le va a resultar tan fácil.
—¡Qué bobada! Puedo salir cuando se me antoje.
Y así siguieron cuchicheando mientras dentro del piso el honorable marido rebuscaba por los cajones los papeles que le habían hecho volver a casa a deshora. Una vez que los encontró y volvió a irse, salió la señora al balcón en busca de su amante. Pero aquel pájaro joven que alegró su corazón de cuarentona, había volado para siempre por el balcón contiguo. Y el único “pájaro” que quedaba en la fachada era el canario.
La fachada seguía siendo bonita, a pesar de su antigüedad. Pertenecía a una de esas casas que se construyeron a principio de siglo con la pretensión de que mereciesen el calificativo de «señoriales». Rosetas, arabescos y otros jeribeques, unos de cal y otros de canto, distribuidos profusamente en las superficies que los balcones dejaban libres.
La escena se presenta entre dos balcones contiguos, ambos similares, y con un canario enjaulado en cada uno. Una bella chica cuida del suyo, mientras un joven sale al otro raudamente. Advierte la presencia de la joven y nervioso dice:
- Hace una mañana espléndida, ¿verdad?.
La chica finge no haber oído.
- Tiene usted un pájaro precioso. ¿De qué
marca es?.
- Los pájaros no tienen marca, sino raza. Y el mío es un canario. ¿No me dirá que nunca ha visto uno?
- Tan bonito como el suyo no.
- ¡Qué gracioso!- le responde mientras abre un paquetito- ¿Gusta Vd.?
- Depende de lo que sea.
- Alpiste.
- Gracias pero ya he desayunado.
“Esto promete” pensó él. “Vaya un fresco” pensó ella.
- ¿Y que hace Vd ahí?. ¿Vd no vive en ese piso?. Conozco bien a sus dueños y nunca reciben visitas. El señor Del Toro es un hombre muy reservado.
- Es que a mi me invitó la señora, que no es tan reservada.
Y como al decir esto el joven no pudo disimular una sonrisita donjuanesca, la muchacha comprendió. Primero se puso muy seria y después muy colorada. Tardó algún tiempo en reaccionar.
Mientras tanto, dedicó toda su atención a la jaula del canario.
—¿Se ha enfadado conmigo? —se decidió a preguntar él poco después.
—Prefiero no hablar con tipos como usted -contestó ella, disgustada.
—No veo el motivo. Puesto que ya le he demostrado que no soy ningún ladrón, que era lo que Vd empezaba a sospechar...
—Es usted algo mucho peor. Debería darle vergüenza.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Sabe usted perfectamente a lo que me refiero.
-Yo no tengo la culpa —se encogió de hombros el joven, esforzándose en recobrar su aplomo—. Me invitaron a su casa una vez, y a ella le caía tan simpático...
—No sea vanidoso.
—Usted perdone, pero antipático no soy.
—Su grado de simpatía no me interesa en absoluto —replicó ella enderezando los palitroques de la jaula que servían de gimnasio al canario—. Pero no presuma tanto; porque algunas mujeres, cuando llegan a cierta edad, encuentran simpatiquísimos a jovenzuelos como Vd.
—Pues le advierto que yo soy un jovenzuelo excepcional —intentó bromear él.
—Si lo fuera... Bueno, me callo.
—Diga, diga.
—No se entrometería en la vida de señoras ya maduras, y saldría con chicas de su edad.
—¿Como usted, por ejemplo?
—Como yo, sí. Pero no conmigo, claro.
—¿Por qué claro?
—Porque yo elijo muy bien mis amistades, y jamás he salido con ningún cínico.
—Inténtelo por una vez.
—Temo que no lo lograría. Cuando se cae tan bajo como usted, es difícil levantarse.
—Trate de echarme una mano, por favor.¿Cuándo quiere que salgamos?
—Ya le he dicho que nunca —insistió ella con firmeza, pero sin acritud—. Ni yo quiero, ni usted puede.
—¿Cómo que no puedo? —protestó él.
—Claro que no. Para que saliéramos juntos, tendría usted que empezar por salir de ese balcón. Y me parece que no le va a resultar tan fácil.
—¡Qué bobada! Puedo salir cuando se me antoje.
Y así siguieron cuchicheando mientras dentro del piso el honorable marido rebuscaba por los cajones los papeles que le habían hecho volver a casa a deshora. Una vez que los encontró y volvió a irse, salió la señora al balcón en busca de su amante. Pero aquel pájaro joven que alegró su corazón de cuarentona, había volado para siempre por el balcón contiguo. Y el único “pájaro” que quedaba en la fachada era el canario.
Atamar
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